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Carolina Toro

Los géneros que más utiliza son: multimodal y novela.


Carolina Magnolia Toro Castillo

San Luis Potosí, 1976. Escritora y productora radiofónica. Tallerista en la disciplina de narrativa. Profesora invitada en curso de extensión de la facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Antioquia, Colombia. Produce el podcast de literatura sonora Letra viva, alojado en Spotify y otras plataformas de audio. 

Ha coordinado la edición de los libros colectivos "Historias Flotantes" (Universidad Autónoma de Tabasco,

Fotografía de Carolina Toro


2020) y Raíces a una voz, Antología literaria FILIT 2023, (Puerta abierta editores) y Raíces a una voz, Antología literaria FILIT 2024, (Licántropo Editorial). Ha participado en antologías como Cuentos Potosinos (H. Ayuntamiento de S.L.P, México, 2010), IV Antología de escritoras mexicanas (Ed. Escritoras Mexicanas, 2021). Ha publicado el libro de cuentos “La sombra de las cornisas” (Ed. Ponciano Arriaga, 2017)  y la novela "La conspiración de las palomas” (Proyecto Madreletra, 2024).


TEXTO LITERARIO

APARICIONES NOCTURNAS

Carolina Toro


Capítulo

La Conspiración de las Palomas, (Madreletra, 2024)

Hace días Miranda tocó la puerta de mi casa. Tenía el cabello suelto y llevaba ropa de calle. No el uniforme del hospital.

—No, no, está bien. Ya estaba despierto—. Dije avergonzado de mi playera rota y el viejo pantalón deportivo que llevaba puesto. Por un momento me pregunté si aún dormía, pues de la nada me invitó a desayunar “un día de estos”.

—Puede ser hoy, si quieres —Me atreví, no sé cómo, pero lo dije.

—Yo encantada, ¿a qué hora entras a trabajar?

—A ninguna hora. Ayer... bueno, me despidieron, je—. Saqué una risa estúpida, porque no supe en qué tono contarlo, pero me arrepentí de inmediato. Pienso que ella

quería entrar, pero me disculpé. La casa apestaba a encierro, a gallinero, a pajarraca muerta.

***

Caminamos hasta un lugar de comida vegetariana. —Hace tiempo dejé de comer carne blanca y la roja no me entusiasma —expliqué.

—Me gusta ese lugar, la comida es saludable y atractiva.

Aunque nos conocemos casi desde niños, jamás fuimos grandes amigos. Durante todo el tiempo que vivió frente a mi casa antes de casarse apenas hablábamos, pero la he visto cambiar un poco todos los días, salir en horarios mixtos a la universidad, empezar a conducir, usar el uniforme de la selección de basquetbol, regresar por las tardes con el novio que despidió en el portón de la casa durante años hasta que se casaron. La veía volver los días festivos para comer con su madre y también la miré la tarde en que bajó de un taxi con bolsas y maletas quedándose otra vez a vivir frente a mi casa, cruzando la calle. Me ha inspirado confianza desde siempre, el comportamiento que durante años he contemplado tras la cortina, ha sido un poderoso motivo para ello.

—Es raro que nunca hayamos platicado —dije.

—Estamos arreglando eso —respondió, manteniendo la mirada al frente, pero noté la sonrisa que disimuló bajo un mechón de cabello.

Miranda pellizcó un pan dulce de la cesta que había en nuestra mesa, era fascinante la satisfacción en sus ojos cuando lo probaba y luego sorbía el café.

—Qué persona tan horrible el Ricardo ese —dijo cuando le hablé del despido. Sus palabras eran como una lima gigante que suavizaba el enojo por el altercado en la oficina. Miranda confía en mí y estoy seguro de que siente que yo confío en ella.

—¿Te gustan los pájaros? —pregunté.

—Prefiero los perros, son un amor. Ahora no tengo porque vivo en casa de mi madre, pero...

—Todo mundo prefiere a los perros, pero eso no impediría

que lleguen a gustarte las aves.

—Bueno, tampoco me molestan.

Es una mujer compasiva. Puede acercarse a plantas, animales o personas y a cualquiera de ellos colmar de mimos y delicadeza, incluso a mí. Lo presiento.

—Ustedes criaban palomas, ¿verdad?

—Mi mamá. Yo ayudaba un poco—. Sostengo la mirada en su taza vacía.

—Fernando, no quiero ser imprudente con mis preguntas, pero si necesitas hablar...

—¿Quieres otro café?

Aún con la indiscreción que creía disimular, nunca se acercó a la incomodidad que me producía Martita con su atosigamiento. En algún punto de la conversación ella cambió las preguntas por largas explicaciones de sus intereses y preocupaciones. Yo dejé de hacer comentarios y empecé a asentir y a balbucear expresiones del tipo “¿Ah, sí?”, “¡wow!”, “Ajá...”, pero nada podía arruinar el inesperado momento de cercanía con Miranda.

—Bueno, si te parece, averiguo con el jefe administrativo si hay una oportunidad para ti—. Propuso casi al final de nuestra primera tertulia mañanera.

***

Dejé las llaves en el cenicero de la entrada. Encendí la televisión y sin dudar busqué un canal porno. Miranda gemía en forma alucinante mientras un hombre la sujetaba del cabello unido en una coleta muy estirada. Decía mi nombre y yo tiraba más de su cabello y la embestía con vigor, pero luego con debilidad y después ya no podía activar mi miembro abatido. Estaba solo, con el recuerdo fresco de una cercanía que jamás antes tuvimos, sin prisa por atender voces enfermas o cacareos, con los canales disponibles, con el tiempo libre de un desempleado. Pero el tufo seguía flotando en el ambiente y yo seguía siendo nada, solamente yo.

***

Soñé dos veces con mi madre. La primera vez, la veía en cama, más o menos como en los últimos meses, dormida, con una cobija de grecas que la tapaba hasta al pecho y un camisón de franela demasiado grande para su condición. Yo llevaba una charola con sus alimentos y Miranda, junto a mí, la ayudaba a tomar un caldo. “¿Por qué me haces esto, Nando?¿Por qué caldo de pichón?” Y al decirlo, alejaba su cabeza de la cuchara, la retiraba tanto que su cuello se alargó como chicloso hasta romperse y aún con el cuello roto siguió diciendo “¡No me hagas esto, Nando!”.

La segunda vez, veía a una bebé de meses que me extendía los brazos. La miraba hacia abajo: yo sabía que era mi madre. La levantaba, la llevaba conmigo en una cangurera todo el día, hasta que descubrí que se me había pegado a la piel. Luego desaparecía y cuando más asustado estaba, volvía a tenerla en brazos, pero ya no era mi madre, sino un hijo mío, muy chiquito. Ni pesaba casi. Con la piel rojiza, como

despellejada.

***

La conmiseración de la enfermera radiante es enorme. Aún después del desayuno anómalo, se ofreció a llevarme a la entrevista en el hospital. Aquí voy, dentro de su auto, soportando el rigor del sol, arrepentido de haber elegido esta camisa, secando el sudor de mis manos en el pantalón y, pese a todo, con el impulso de acercarme a su oído y decirle “Miranda, me excitas, ¿lo ves?”. Pero ella va tan fresca y ajena a mis deseos, tan distraída con los cambios de velocidad del coche, que no puedo más que tamborilear los dedos y acomodarme en el asiento para distraer el embeleso que me provocan sus muslos.

No me gusta que me tenga lástima. Dejaré de ponerla en este aprieto y me respetaré más.


Publicado en: Toro, Carolina. (2023). La conspiración de las palomas. ISBN 978-607-29-5182-2


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Instagram: carotoro_ct, Facebook Caro Toro


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