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Ericka Janeth Avila

Los géneros que más utiliza son: cuento, novela, diario, multimodal y poesía.


Ericka Janeth Avila, 10 de mayo del 2000, Sahuayo, Michoacán. Es Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas de la UMSNH. Apasionada por la difusión cultural, la escritura creativa y la narración visual. Ha sido partícipe de: “Cómo hacer un círculo de letras”, por la UNAM, MORELIA, 2018; del diplomado en Escritura Creativa por DES-Humanidades, MORELIA, 2020, y del Diplomado en Escritura creativa por CEPE-UNAM, CDMX, 2024. Es Coautora en: 175 relatos de escritoras latinoamericanas, Colombia, 2021, y de Antología de escritoras en Morelia, por Hechas de letras, 2023.






Fotografía de Ericka Janeth Avila


TEXTO LITERARIO

Encuentro

Ericka Janeth Avila Manzo


Era el primer cumpleaños en el que no tenía un deseo, porque lo único que quería no podía cumplirse. Un año más sin querer estudiar, sólo pensando en ir a la ciudad, para estar juntas, como antes.

Liz y yo vivíamos solas desde que yo tenía tres años. Nuestra madre, Ely, sufría de constantes dolencias en su cuerpo. Esto hacía que la internaran con regularidad, impidiéndole estar presente para nosotras. Nuestro padre se había ido a trabajar fuera para mandar dinero cada mes, desde que nací. Por economía, y la ausencia de padres en nuestra vida, Liz decidió que nos mudáramos a un tranquilo pueblo, a varias horas de la ciudad, dejando a mamá Ely internada en la capital, porque sólo ahí tendría la mejor atención.

Ir a la ciudad era complicado, pero ver a mamá Ely; era imposible por el acceso limitado de visitas a la clínica. Entre la distribución económica de Liz con el dinero que papá mandaba, y la distancia entre la provincia y la capital, desde que nos mudamos, decidió que siempre sería ella quien fuera a la ciudad, con mi condición de llevarle a mamá Ely fotografías, y cartas de mi parte. Aunque las visitas eran pocas, siempre regresaba con otra carta de mamá para mí. Liz me había explicado que nuestros padres eran muy mayores y sólo se comunicaban a través de cartas. Supuestamente, la frase favorita de mamá era: “podrán borrarse los recuerdos, pero las palabras, nunca”. A veces, también papá enviaba algunas. Las mandaba a la antigua casa, donde la señora Moni, vecina y amiga de mamá de mucho tiempo, las llevaba personalmente a la clínica. Liz también me contaba lo que decían, porque yo no podía verlas. Ella estudiaba por las mañanas. Aunque se había atrasado algunos años, pronto terminaría su carrera. Por las tardes trabajaba y su horario de llegar a casa siempre era el mismo. Una noche, tras verme pensativa, me confesó:

—Ya sé tú deseo. Me lo contó una de tus amigas ayer que la encontré. —¿Qué te dijo? —, contesté extrañada. —Que querías salir de aquí, fuera, un tiempo. Liz sonreía, en tono juguetón. —Quiero regresar a la ciudad, puedo cuidar todo el día de mamá Ely, aunque sea lo único que haga, así ya no habría más clínica… —Eso no es posible—. Respondió Liz, borrando su sonrisa. —¡Siquiera piénsalo! —añadí exasperada. —No es tan sencillo y no lo voy a discutir —declaró, al tiempo que entraba al cuarto. Más tarde, salió para dormir en el sillón, y yo, desde la cama, escuchaba un leve llanto de su lado del concreto. Al final, ella también era víctima de esta irremediable situación.

Una voz femenina, ligera, parecía llamarme del final de un pasillo. Las paredes grises parecían las de mi casa de la capital, que apenas recordaba. Cuando me acerqué a la mujer que vi de lejos, sus enormes ojos cafés, iguales a los de las fotografías, se clavaron en los míos, pidiéndome volver. Al instante desperté, ya de mañana, y recordé el estado de permanencia al que Liz me había condenado. Agitada, fui a nuestro escondite monetario, tomé dinero, una mochila con las cartas de mamá Ely dentro y, sin pensarlo, partí. El viaje en autobús fue una constante inquietud, pero pensaba que cuando Liz descubriera mi ausencia, yo ya estaría en la clínica o en casa. Llegué a la ciudad, tomé un taxi rumbo a la dirección que desde hace mucho le había pedido a Liz y, al bajarme ante una casa de muros grises, justo con el atardecer detrás, no pude más que sonreír, secando mis pómulos.

—¡La casa está vacía!— gritó la mujer de al lado.

—¡Yo vivía aquí!, ¡Soy Camila!, ¿Es usted la señora Moni?, amiga de mamá Ely…?

Me miró confundida y, minutos después salió de su casa con una llave en la mano.

—¡¿Cómo estás? Hace mucho que no veo a Liz. ¡Qué sorpresa!, ¿por cuánto tiempo vienes? Bueno, mira, esta llave es duplicado; Ely me pidió guardarla hace mucho, en caso de que un día regresara Joaquín… ¡Y ahora aquí estás tú! Bueno, te dejo entrar y descansar. No sé cómo encuentres todo, pero cualquier cosa que necesites, avísame.

Entré. Apenas distinguí los muros por la escasa luz. Nada me parecía familiar más que el color de la casa, ya muy corroído por la humedad. Subí las escaleras, vi las puertas que parecían ser de las habitaciones y entré a una de las dos. Me senté en la cama, mirando los objetos empolvados, aparentemente intactos. Entre mi emoción y la sorpresa de estar en casa, sentí pesados mis párpados, y mi cuerpo no poder más.

Abrí los ojos tras una sacudida a mi cuerpo. Me había quedado dormida y ahora la obscuridad me rodeaba. Giré lento, para ver quién me había tocado y me encontré con las enormes pupilas cafés, chorreando lágrimas hasta unos labios que dibujaban una afligida sonrisa en aquel rostro viejo: —Viniste…—dijo ella con voz queda.

Con el corazón acelerado, abracé fuerte a mi madre.

Nos sentamos en el borde de la cama, cuando le dije:

—No te vi al llegar… No sé desde cuándo no estás en la clínica, pero ya vine para encargarme de ti, no haré nada más, estaré todos los días, todo el tiempo, aquí, contigo.

Mamá Ely desvió su mirada, pensativa. Segundos después, me miró de nuevo para decir:

—Hija, la vida es un puño de tristezas y alegrías. Yo recuerdo cuando era niña, que tomaba la mano de mi madre, trotando, para alcanzar su paso, porque siempre iba con prisa de llegar temprano a aquella fábrica… Todos los días tomábamos el mismo autobús donde veía muchos letreros por la ventana. Había uno que señalaba el camino a la escuela, a la que fui tres o cuatro años. Pero, desde que acompañaba a mi madre, la escuela ya no era un lugar para mí. Al llegar, me quedaba en una banca frente a ese grande edificio. Yo lo veía como un gran monstruo, porque todos los días se tragaba a muchos empleados por una puertita, y los escupía hasta la noche, chupándoles su fuerza. Me inventaba historias de lo que podía estar pasando adentro. Un día le pregunté a mi mamá que si alguna vez yo también podría entrar, por curiosidad. Ella, muy seria, me dijo: “espero que nunca sea así”.

A los diecinueve años, decidí unir mi vida a Joaquín. Una tarde, al contarle aquella historia, me respondió sonriendo: —Yo te llevaré de nuevo a la escuela.

Cumplió su palabra, terminé esa parte, ya de casada. Pero después hice lo que las demás hacían. Un día, siendo ya madre, el trabajo de Joaquín se acabó, y en mi desesperación, le dije: — “Al final, creo que sí entraré a la fábrica” —. Asustado, dijo que ni yo ni Liz tendríamos que hacerlo, y a los días, partió al otro lado… En el cajón de aquella mesa—señaló—, le guardo una nota de cosas que quiero decirle, por si ya no estoy cuando vuelva. Por favor, tómalo. Hija… estar solo aquí, para mí, sería como mi madre y yo, yendo a la fábrica todos los días, durante años…

Abrí el cajón, tomé la hoja doblada y la guardé en mi mochila. —Mañana podremos hablar más —le dije—, ya es tarde. Entonces nos recostamos ahí hasta quedarnos dormidas. Por la mañana, no la encontré en toda la casa. Cuando salí a buscarla, la señora Moni, se acercó para decirme: —Camila, siempre quise hablar con Liz, pero se fue tan de repente contigo pequeña, que no me enteré. Si viene, le daré mi pésame, igual a ti. Tan lamentable… yo sé que la mató la soledad, que Liz se fuera para iniciar de nuevo su vida, estar esperando a Joaquín, y nunca sabremos si llegó allá o no, nunca se supo de él. —¿Cuándo murió ella?, —interrumpí de inmediato. —Joaquín se fue cuando Liz tenía tu edad… cuando ustedes se fueron…un par de años después. Ely se quedó esperando a alguno de los dos, y nunca volvieron. Pero nadie es culpable. Supongo que Liz nunca supo si su madre le guardaba algún rencor por haberte tenido tan joven, aunque Ely sí que te quería mucho. ¡Te veo muy bien! Después de todo, Liz hizo un buen trabajo —dijo. Luego siguió hablando, pero yo ya no la escuchaba, perdí la noción y sólo pensé en huir. Corrí… corrí hasta la casa. En la entrada; encontré a Liz, que parecía estar llegando. Al verme, se soltó en llanto, pero cuando quiso acercarse, le grité: —¡Tu madre murió!

Antes de ver su expresión, volví a correr. No sé en cuánto tiempo me paré a respirar profundo, en una esquina. Así recordé la nota. Abrí la mochila, y estaba ahí…

“Todos los caminos son una apertura, un destino que habrá de conducirte a diferentes momentos y experiencias necesarias. Me voy con el recuerdo suyo, pero desde donde esté, sabré que, al volver, todo será mejor. Los alejamientos oprimen el corazón de uno cuando está lejos de sus otros corazones. Pero cuando a ti, o a tu mamá les pase, estará este recordatorio, porque podrán borrarse los recuerdos; pero las palabras, nunca”. Papá.

Guardé la hoja, y caminé… Después de todo, mamá Ely, Liz, y yo no tuvimos que ir a ninguna fábrica, pensé. Debía seguir… Había llegado años tarde, cuando los ojos de mamá Ely ya se habían cerrado, pero ahora los míos estaban más abiertos que nunca, ante la contemplación de un nuevo mundo.


Publicado en: (2023). Hechas de Letras. Antología de escritoras en Morelia. Narrativa. Morelia: Tait/Secretaría de Cultura de Morelia.


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