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Gabriela Enríquez

Los géneros que más utiliza son: novela y teatro.


Gabriela Enríquez estudió Ciencias Políticas y es maestra en Estudios para la Paz. Por más de 20 años ha trabajado en el campo de la educación de adultos. 

Es egresada de la Escuela Mexicana de Escritores y de Literaria Centro Mexicano de Escritores. Ha incursionado en la narrativa, poesía, dramaturgia y guion documental. Co-dirigió y escribió el guion del documental “Adonde vas, loco”, y es guionista del documental “Ofrenda.”

Fotografía de Gabriela Enríquez, tomada por Mario González Suárez


Estudió actuación en el Centro Dramático de Michoacán.

Sus obras dramáticas “Nieve en agosto” y “la Oración en Getsemaní”, están publicadas en la colección de textos de La Capilla, y “Tragaluz” fue publicada por la Universidad Autónoma de Chiapas.


Su novela “Amor al Prójimo” ganó el Premio Mauricio Achar, Random House 2023.


TEXTO LITERARIO

Amor al prójimo (fragmento)

Gabriela Enríquez


Cuando desperté estaba en el hospital. Cualquier movimiento, incluso respirar, me provocaba un dolor endemoniado, me ardían hasta las uñas. Recuerdo aquellos días insólitos como si se hubieran roto las fronteras entre el adentro y el afuera, entre el antes y el después. No sabía si lo que pasaba por mi mente eran recuerdos, sueños, visiones, miedos o una mezcolanza espantosa. Era tan alucinante, Teresa, que si los efectos de ese dolor se pudieran encapsular ya los estarían vendiendo en el mercado negro. 

Un día escuché los aullidos angustiantes de la Negra, como algo que estuviera sucediendo en ese momento, hasta me lastimaban los oídos; sin embargo, tenía claro que eso había pasado hacía años, cuando todavía vivíamos en la granja, y yo, impunemente y en total inconsciencia, regalé sus gatitos recién nacidos. Como ese recuerdo que había sepultado, otras imágenes, más punzantes que las quemaduras, cobraban vida fuera de mí. Cosas tan extrañas como escuchar muy cerquita la voz de una mujer que preguntaba: ¿se curará?, ¿vivirá?, seguida de otra voz o la misma, que parecía más un eco que una réplica: ¿vivió?, ¿nació? Era como si un archivista inexperto hubiera revuelto los folios de mi historia, dejando un reverendo caos: lo que pasó pegado con lo que no fue y enseguida, lo que jamás debió haber pasado. Eso transcurría mientras las enfermeras me daban vueltas, bocarriba, de lado, bocabajo, como los pollos rostizados. 

Estuve postrada algunos meses en el pabellón de los quemados, en una cama de la que, no sé por qué, colgaba una bitácora sin nombre. Edad, entre veinte y veinticinco años. Señas particulares: estrabismo. Dos veces al día anotaban en la bitácora mis signos vitales, temperatura corporal, cambio de suero. Al poco tiempo me di cuenta de que esa serie de pequeños engranajes repetitivos iba haciendo que el día se moviera: inyectaban la botella del suero y luego a mí, enseguida cerraban las cortinas, removían la sábana de abajo de un tirón. Yo aullaba. Es para que no te duela, miamor, decía la enfermera cada vez. La piel desprendida se quedaba pegada a la sábana para acabar en un caldero con agua hirviendo y sustancias burbujeantes, según me explicó el intendente. Una vez desnuda seguían las pomadas y al final, una sábana limpia caía sobre mi cuerpo. La obediencia a los manuales era impecable, como el piso que, sucio o no, se trapeaba cinco veces al día. En una ocasión el médico en turno me preguntó mi nombre y se lo dije completo, incluyendo apellidos. No lo apuntó en la bitácora. 

Para las enfermeras, el paso de las horas era ir de una cama a otra, contoneándose, severas, con su amabilidad profesional, de máquina contestadora. Sus movimientos eran precisos, distantes, de cartón. Imagino que la teoría las obliga a decir miamor en un decibel más alto de lo normal, porque deben creer que los quemados acabamos sordos. Deben gritar: voy a aplicar antinflamatorio, miamor. A veces también me decían reina o madre. Me dejaba hacer porque no tenía fuerzas para rebelarme, pero si hubiera podido les habría gritado no soy reina ni madre y mucho menos soy tu amor, por Dios, trátame con respeto. Pobres, hacían su mayor esfuerzo. En el pabellón, los quemados éramos una jauría de lobos aullando uno después de otro, cada vez más fuerte, como si se tratara de ver quién sufría más. 

Mientras el cuerpo estaba en carne viva la vida se reducía a un presente que me escaldaba y que parecía no tener fin. Cualquier cosa me dolía de manera doble, no sé cómo explicarlo, el dolor era interno y al mismo tiempo, era como si sucediera en un mundo paralelo que cobraba realidad a partir de mi desgarramiento: llegó a dolerme el techo, la ventana, la lluvia. Sin embargo, al paso de las semanas la piel se iba volviendo insensible y los dolores empezaron a ser más específicos. Uno de esos días me despertó una sensación de tierra en los dientes, y al intentar limpiarlos con la lengua descubrí que estaban rotos. Las lágrimas manaron como si yo me hubiera convertido en un ojo de agua. 

Una mañana de mayo pasó algo extraordinario: después del almuerzo, que consistió en gelatina y té con popote, llegó un coro a hacer su obra de caridad. Desde la puerta del pabellón sonaron dos guitarras desafinadas y las voces estridentes de seis niñas cantando “Señora, señora”. Me acordé de la infinidad de veces que cantamos esa canción en el internado y me dieron náuseas. Qué crueldad tenían en el corazón esas monjas, Teresa: cincuenta niñas, la mayoría huérfanas, obligadas a repetir y repetir esos versos lacerantes. Por más que me hice la dormida, las niñas vinieron a pararse justo a los pies de mi cama. Luego me hice la muerta y más fuerte gritaron: a ti que cargaste en tu vientre dolor y cansancio… Mis lágrimas volvieron a desbordarse sin control. 

Cuando las niñas hicieron el favor de retirarse, dejaron el techo lleno de globos de colores metálicos, inflados con helio. Una afanadora vieja con el cabello seco y encrespado se quedó detenida en la puerta, apoyada en su escoba. Me pareció un cuadro precioso. Detuvo su mirada un segundo en cada cama como si nos estuviera dando una bendición personalizada, al menos eso quise creer, y me dispuse a recibirla. Fue el primer día que dormí de corrido; cuando volví a despertar ya había oscurecido otra vez. Todavía no podía moverme, seguía teniendo la sensación de tierra en los dientes, el cuerpo ajado y la sonrisa descompuesta; sin embargo, sentí un cosquilleo agradable, una especie de contento.


Publicado en: Enríquez, Gabriela. (2024). Amor al Prójimo. Penguin Random House grupo editorial. ISBN: 978-607-384-715-5


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