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Guillermina Murillo Barriga

Los géneros que más utiliza son: poesía, cuento, novela y multimodal.


Soy Guillermina Murillo Barriga, una mujer michoacana: tacambarense. Hija de María y sobrina de Primi. Crecida entre Tacámbaro y Upanguaro, entre gatos, perros, conejos, puercos, vacas y lodo. Ansiosa desde los 19 años cuando tuve una parálisis de Bell. Gatóloga porque sé de gatos. Intolerante al ruido y, gracias a él, descubrí el silencio de las bibliotecas y por consiguiente a los libros. Fui afortunada de que el primer

Fotografía tomada por Yara Borametz

en un balneario de Morelia en 2022.


libro que tomé y leí me gustó. A veces me preguntó ¿qué hubiera pasado si hubiera elegido otro libro? 

Fui optimista al elegir estudiar Lengua y literaturas en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. He trabajado en centros de atención telefónica, como entrevistadora de INEGI, vendedora de artículos de kpop, cocinera en Estados Unidos y correctora de artículos. Estudié la maestría en Geografía humana y me gustó ser eterna estudiante y ser becaria del gobierno, te dan dinero, pero tiene un precio emocional. Después, la vuelta a la realidad me hizo darme cuenta de que cuando “la necesidad entra por la puerta, la dignidad salta por la ventana”, por tanto, he sido Policía auxiliar lo que se contraponía con mis discursos feministas, debido a ello dejé los círculos privilegiados antipatriarcales y feministas para no incomodar porque muchas mujeres “no pueden empatizar con las mujeres policías”, entonces yo también elijo espacios seguros para mí.

Fui estudiante de doctorado, pero descubrí que, para los posgrados, los estudiantes sólo son un número y que no existe cuidado sino sólo explotación y yo decido en donde autoexplotarme. Escribo cuentos y escribí una novela: Muñeca, con ella he ido a muchos lugares y me he sentido abrazada porque considero que con ese texto hago efectiva la consigna de que “no estamos solas”. Mi novela fue seleccionada para la primera edición de la Colección Palabras de Colibrí impulsada por la Secretaría de Cultura del estado. Sigo escribiendo y buscando sobrevivir dignamente. Escribo literatura y publico artículos de investigación de manera independiente porque considero que la Academia y sus Instituciones no son el único medio para hacer ciencia. Nuevamente, soy optimista y me gustaría crear otros espacios en donde importe más el discurso de la investigación que el escudo que representa una Institución.


TEXTO LITERARIO

“El último hospital”

(fragmento de Muñeca)

Guillermina Murillo Barriga


Tienes una relación cercana con los hospitales. No recuerdas la primera vez que visitaste uno, pero sí sabes que la acompañabas a ella. Esperaban horas sentadas por el turno; prácticamente le dedicaban a ello todo el día. El Centro de Salud y el IMSS del pueblo eran los hospitales que más visitaban. Ocasionalmente, a ella le emitían algún traslado para hospitales mejor equipados. Tus primeras visitas a la capital fueron acompañándola al IMSS. Iban en taxi, pues no tenían auto. No comían, pues tampoco tenían dinero. Casi siempre podías entrar con ella a su consulta. Cuando regresabas al pueblo y a la escuela, tú presumías que habías ido a la capital, pero siempre ocultabas el motivo: te avergonzaba decir que no hacías más que esperar sentada en los pasillos de un hospital. 

Ella sentía mareo y dolor de cabeza de manera frecuente: todos los días. También tenía estreñimiento. Ella siempre necesitó atención médica. Cuando acudían al hospital en turno, ella salía con cajas y frascos de medicina. Te es imposible recordar todo el medicamento, pero llevaba una bolsa plástica de mangas. Su bolsa de asa se llenaba con captopril, imipramina, ranitidina, paracetamol, adepsique, clonazepam, losartán y otras que no recuerdas. Ella tenía hipertensión. Estaba enferma cuando naciste, cuando eras niña, en tu adolescencia y en tu adultez. Además de las visitas periódicas al médico, ella tomaba tecitos y también iba al huesero porque le dolía la cadera, el cuello y los pies.

Los problemas gastrointestinales siempre estuvieron, pero parecía que no eran los más importantes y, al parecer, sólo se puede atender una sola cosa a la vez. Si tan sólo los médicos no hubieran aislado toda la sintomatología, quizá, hubiera podido tener atención médica oportuna. Los médicos, para los problemas gastrointestinales, le recetaban omeprazol, riopan, lansoprazol, distental y doltrix. Como, ocasionalmente, entrabas al consultorio, escuchabas que el médico en turno le decía que se relajara. Ella siempre estaba preocupada por todos. Nadie, ni tú, estaba preocupado por ella. Ella cuidaba a tu padre que estaba postrado en un sillón o en la cama.

En casi todas las visitas al médico, éste parecía minimizar el malestar de tu madre. Siempre le recetaban lo mismo. Sólo en un par de ocasiones la citaron con un internista. Los médicos decían que era normal que su presión subiera si ella estaba preocupada, es decir, ella era la responsable de su nula mejoraría. Ella decía que la maltrataban. Y era cierto: los malos tratos los recibían ella y tú, o el hijo en turno que la acompañara. Los maltratos iniciaban desde que llegaban a la recepción; continuaban con la enfermera que tomaba los signos, quien también los regañaba; después seguía el médico y, finalmente, el de farmacia. Tú en aquel entonces no lo sabías: eso era discriminación. Los que la atendían, sabían que ustedes no harían nada, eran población vulnerable, de esos que se quedan callados. Ellos podían decirles cualquier cosa y ustedes nunca replicaban. Tu mamá era vieja y tú eras una niña.

Muchos años después, tú también viviste en carne propia lo vivido por tu madre: diagnósticos equivocados o, mejor dicho, negligencias médicas y, desde luego, el maltrato por parte del personal de salud. ¿Será que todos los médicos son arrogantes y prepotentes? ¿Por qué tratan mal a los pacientes? ¿Será que es porque muchos de ellos están allí por el mérito del compadrazgo? No lo sabes. Hace poco alguien te fijo que hay muchas mujeres “vacías” y que se relaciona con la poca gestión de emociones. Tú empiezas a creerlo. Efectivamente, conoces a mujeres sin vesícula, sin apéndice, sin útero y sin matriz. Entonces, deben gestionar mejor sus emociones, pero ¿cómo se hace eso?

Tú dejaste de acompañar a tu madre al médico cuando te fuiste a estudiar a la universidad, en la capital. Entonces, ella iba sola a consulta. Seguramente la seguían maltratando y salía con su bolsa llena de medicina. Después, ella dejó de tener IMSS, de tal manera que acudía con médicos privados; por tanto, no podía ir con regularidad. Cuando alguno de tus hermanos le daba un poco de dinero, ella lo asignaba para la consulta: era la única manera en que ella podía ir al médico.

En agosto de 2014, en la capital del estado, ella fue a un internista privado y caro; él le dijo que su malestar era mental. Ella ya no regresó al pueblo. Ese día, cuando tú llegaste, a la casa rentada, ella se veía bien, parecía tranquila e incluso sonreía. Pero tú no supiste leer bien su semblante, ella tenía mucho dolor. Asumiste que ella estaría bien. Era, como dijo el médico, psicológico.

A su estreñimiento nunca le prestaron atención, pero ese nunca fue un tema menor. Cuando llegó en agosto, unos días, ella estaba en el sillón de la pequeña sala y otras en tu cama recostada. Casi siempre mantenía los ojos cerrados, pues le molestaba el sol y le dolía la cabeza; también le dolía la panza. No podía ir al baño. En septiembre no podía caminar, su dolor en la panza le impedía moverse. Inicialmente se apoyaba en los brazos del hijo en turno, después sólo podía ir al baño cargada. Ella ya no pesaba. A ella le daba pena, pero ya no podía bañarse sola. También, a pesar de ella, empezó a usar pañal. Si antes tenía una bolsa de medicamentos, ahora eran cajones repletos. También en septiembre mantuvo sus ojos cerrados con firmeza, parecía dormida. Seguramente deseaba dormir, pero la realidad es que los apretaba fuertemente a causa del dolor.

Mamá no te bañaba, tú la bañabas. A ti nunca te gustó que mamá te bañara. Te tallaba muy fuerte la cabeza y la espalda, dolía. Ella solía decirte que el jabón no te servía. Tu pelo estaba tan seboso, que el jabón no llegaba a espumar al principio; con el estropajo te daba una pasada muy fuerte para quitar toda la tierra pegada. Cuando ella te bañaba, tenías un poco de miedo y de enojo porque no era un momento agradable. Crees que por eso no te gusta bañarte. También tienes la certeza de que nunca te has podido tallar la espalda tú sola. Desde que mamá dejó de bañarte, hay espacios en tu espalda que nunca han sido tallados porque no puedes tú sola. Aunque mamá te bañara, tú sentías que seguías sucia porque no te gustaba el olor de tu pelo ni del cuerpo; el pelo se sentía limpio, pero no dejaba de sentirse espinudo, algo tieso. Tu mamá los bañaba con jabón Roma. No sabes cuándo pudiste acceder al champú ni al jabón para el cuerpo. Cuando veías los comerciales de champú o de jabón corporal en la televisión, parecía que aquello era un lujo y que nunca podrías tenerlos. Pensabas que eran un producto de lujo, que eran inmensamente caros, como el cereal y el jamón.

Una de tus hermanas conserva las recetas. Tu madre tomaba transtec, clonazepam, levofloxacina, metoclopramida, tradol gotas, ondansetrón, celecoxib y ketorolaco. Ella tenía mucho dolor. En una receta se lee: “Oncología médica con urgencia”. En el pase de salida de un hospital se escribió: “Diagnóstico HTA. CA VÍAS BILIARES”. Tu mamá tenía cáncer.

A tu mamá le hicieron una colecistectomía y le dejaron una sonda en T. Tú preguntabas a tus hermanos mayores cuándo se la retirarían. Un día te dijeron que nunca. Tú deseaste no tener una jamás. Tu mamá murió en octubre, el día 8. El 8 de octubre era cumpleaños de su madre (tu abuela); un 8 de octubre su madre tuvo un hijo (tu tío) y un 8 de octubre ella tuvo a su hijo favorito.

Tenías enterrados los recuerdos de su cáncer, de su vesícula, de su sonda en T y de su muerte. Pero, te pasó. Fuiste al médico en enero, julio, octubre y en noviembre del 2020. Los diagnósticos eran: colitis o gastritis, dependiendo del médico en cuestión. ¡Mira, qué casualidad! Lo de tu madre y lo tuyo era psicológico, unas exageradas.

El último médico al cual tú visitaste te dijo que eras una dramática y que estabas siendo exagerada, porque las mujeres sólo quieren llamar la atención para que las cuiden. Pero ese médico estaba loco. ¿Quién te iba a consentir? Estabas sola. Tu intuición o algo te decía que tenías razón y que no lo dejaras pasar, así que insististe tanto, que el médico que te llamó exagerada te dijo: “Bueno, la verdad es que es normal y debe ser colitis, pero para que se quede tranquila, le voy a dar una orden para un ultrasonido”. En marzo de 2021, el ultrasonido reveló que tenías cálculos biliares: eran litos vesicales incontables; eso se leía en las hojas que había interpretado el médico que hizo el estudio. Ese día, saliendo del laboratorio, quisiste correr con el médico que te dijo que no tenías nada, querías decirle: “Le dije”, pero tenías muchas cosas en qué pensar.

Te sentiste afortunada porque tenías experiencia con médicos y hospitales. No tenías miedo. Te sentiste privilegiada por tener acceso a hospitales públicos y privados. Para que todo fuera más ágil, decidiste que una consulta con el cirujano del pueblo sería mejor, allá no habría una lista de espera tan grande como en la capital. No te equivocaste. Te programaron cirugía para el 20 de marzo. Estuviste dos días hospitalizada y te reprogramaron para el día 27, pues como suele ocurrir en los hospitales públicos, las urgencias van primero y todo parecía indicar que tu problema no era una urgencia. Cuando te dieron de alta, te dijeron que no eras paciente prioritaria. Los días 24 y 25 de marzo, en casa, sólo te levantaste al baño porque el dolor te impedía moverte; deseabas dormir para evitar sentir el dolor. Una bolsa de semillas caliente en la panza y unos parches para el dolor te ayudaban a dormir. Vomitaste mucho y tu orina variaba entre amarillo neón y café intenso. 

Tal y como estaba previsto, te hicieron la colecistectomía abierta el 27 de marzo. Sentiste cuando el anestesiólogo introdujo la aguja. Observaste cómo manipulaban tu vientre alto, te dolía ver lo que le pasaba a tu cuerpo, aunque no lo sentías. Si estabas anestesiada, ¿cómo es que podías sentir dolor y te quejaras? Notabas que de tu boca salían quejidos y, en un par de ocasiones, las enfermeras te decían: “Ya va a pasar, tranquila”. Todavía estabas anestesiada cuando el cirujano te comentó que la vesícula se rompió y que se quedaron dos piedras en las vías biliares. No sabías, pero tú saliste del quirófano con una sonda en T, como mamá. Tenías una manguera colgando de tu vientre para drenar la bilis, un líquido que conocías, porque le cambiabas la bolsa de colostomía a tu madre.

En ese primer hospital, cuando te reprogramaron, te dijeron que no eras prioritaria, lo recuerdas bien. Pero el médico, tras la cirugía, te comentó que tu caso era de urgencia. Tenías dolor, fiebre, vómito y cambios en la orina. Te reclamó por qué no le dijiste que vomitabas. Él mentía: sí le habías dicho del dolor y del vómito, pero ahora todo recaía en ti, tú eras la única responsable. Los médicos de ese hospital dijeron que seguía una CPRE y que no se hacía en ninguna institución pública del estado. Debías conseguir dinero. Eso no lo tenías previsto. Imaginabas que una cirugía como el retiro de vesícula era común, las hacían a diario, aunque seguía siendo una cirugía y que no estaba exenta de complicaciones. No pensaste que tú saldrías mal librada.

Uno de tus hermanos mayores investigó que en un hospital público, en la capital, sí se realizaba el procedimiento. Fuiste al mismo hospital en el cual le diagnosticaron cáncer a mamá. Te realizaron la CPRE, tras tres reprogramaciones y cuatro hospitalizaciones, porque se trataba de un hospital público con una gran lista de espera y con pacientes de todo el estado. Ustedes pagaron los insumos: un balón para dilatar y una canastilla. Entre consultas privadas, análisis de sangre, resonancias y cuatro hospitalizaciones, debieron gastar cerca de $40,000. La mayoría de los gastos fueron en el sector público. Concluyes que la salud es un lujo.

Recuerdas que el día que te dijeron que tenías piedras en la vesícula no te asustaste; tampoco te asustó la idea de la cirugía: estabas confiada. El miedo llegó cuando en cadena llegaron las malas noticias, entonces, te surgió la idea de que todo podía salir mal. Preferías morir a seguir en el hospital. Lloraste en los brazos de tus dos hermanas cercanas, las que te ganaban por tres y cuatro años, respectivamente. Llorabas diciendo que te querías morir. Seguramente el médico que te mandó a hacer el ultrasonido confirmaría que eras una dramática y exagerada.

Los días en el hospital eran difíciles, no había nada qué hacer. Al principio, el sueño llegaba con facilidad por el cansancio del cuerpo, pero después ganaban los pensamientos rumiantes y eso le abría paso al insomnio. Pensabas en ella, en mamá. La habitación en la que te encontrabas estaba llena. La mayoría eran señoras mucho mayores que tú, pero las escuchabas llorar, sobre todo, en las noches. Extrañaban a sus mamás. Tú también lo hacías. Aunque tú tenías la cortina estirada, sabías que las demás pacientes conversaban entre ellas y se daban ánimos, pero tú no querías verlas y no querías hablar. Te costaba trabajo hablarles a tus hermanas, pero debías hacerlo. A ti, como a tu mamá, también te daba vergüenza ir al baño con ayuda, pero la necesitabas.

Ir al baño implicaba cargar la bolsa recipiente de la bilis y el suero. Pero ¿cómo harías para abrir la llave del lavabo o bajarle al baño? Por eso era necesaria la ayuda. Aunque tus hermanas y tú dejaron de conversar tras la muerte de tu mamá, ellas estaban allí para ti. Lloraban contigo y se molestaban porque no recibías atención. Sus formas de manifestar su frustración eran varias: una de ellas peleaba con el personal del servicio médico y la otra se quedaba callada. Tú querías que ambas se quedaran calladas y que no pelearan. Tenías miedo de que, como represalia, te reprogramaran la cirugía o te ignoraran. Entendías un poco los silencios de tu madre.

En las noches del hospital, tu pasatiempo era escuchar conversaciones ajenas. Tú no intervenías, solamente escuchabas en silencio, sólo que los relatos de otras mujeres extrañando y necesitando a sus mamás era algo que tú también sentías. Qué egoísta de tu parte, pero querías que, en lugar de tus hermanas, fuera tu madre quien estuviera postrada en la silla de al lado de tu camilla para cuidarte. Querías que fuera ella quien pasara las noches en vela a tu lado, quien te tomara de la mano. Tienes la seguridad de que, si tu madre hubiera estado con vida, efectivamente sería ella quien ocuparía esa silla incómoda; pasaría noches incómodas y de insomnio.

Debió ser en tu tercera noche de la cuarta hospitalización cuando estallaste. Te paraste como pudiste y te echaste a andar a la 1 a. m. por los pasillos del hospital. Estaban apagadas la mayoría de las luces, por lo que la iluminación era tenue. Caminaste arrastrando el portasueros que se atascaba al menor cambio de consistencia del suelo, porque era viejo y por lo oxidado del soporte de las llantas. Recuerdas que le pediste a una enfermera permiso para pararte a caminar. Cuando hablaste, en ese momento tu voz parecía estable, pero en cuanto empezaste a caminar, notaste cómo se desbordaron las lágrimas porque querías a mamá. Al principio no hiciste mucho ruido, porque ni tu hermana que estaba sentada en la vieja silla de al lado se despertó, pero después no pudiste disimular el ruido, producto del llanto. Los sollozos eran demasiado altos, no podías callarlos, aunque querías. No querías ser observada, no querías que nadie te notara, pero la imagen era demasiado llamativa.

Había una mujer caminando por los viejos pasillos de un hospital casi a oscuras, despeinada, en bata y arrastrando un portasueros que gruñía al ser deslizado. Esa mujer estaba ojerosa y lloraba casi a gritos, aunque trataba de reprimirlos. Esa mujer llorona no gritaba por sus hijos sino por su madre. En realidad, no era más que aquella niña de dientes podridos y cara sucia pidiendo el abrazo de mamá. Fue inevitable llamar la atención. Primero, se acercó tu hermana para ayudarte a desplazarte; después, se acercaron algunas enfermeras para preguntar qué parte del cuerpo dolía. Te comentaron que te podían pasar por el suero más paracetamol si así lo querías; dijiste que sí, tenías dolor. Deseabas que hubiera ketorolaco o paracetamol para el dolor de extrañarla. Te avergonzó decir que no había dolor físico.

No recuerdas cuántas vueltas diste por los pasillos del hospital, pero regresaste a la cama. Todas tus vecinas de camilla estaban despiertas. Quizá, como tú, ya no podían dormir como cuando llegaron. El esposo de una de las mujeres se acercó a ti y a tu hermana para ver si podía ayudar en algo. Tú no respondiste, pero tu hermana dijo que todo estaba bien, que ya estaba pasando. También escuchaste a una de las mujeres preguntarle a tu hermana qué te pasaba; ella le respondió que extrañabas a tu mamá. Esa noche todas lloraron porque extrañaban a mamá.

Fueron cuatro hospitalizaciones en dos hospitales distintos y también fue la mitad de un mes, y mientras esto pasaba, tú pensabas en ella. Te reprochabas tu comportamiento: ¿Cómo era posible que una mujer de más de 30 años pudiera sentirse de esa manera y llorar hasta perder el aire? Querías a mamá. Seguramente cuando ella pasó por los pasillos de ese último hospital, ella sentía soledad, ansiedad, nervios, preocupación y miedo, como tú. Mamá también quería a su mamá. Pero ella no estaba en su década de los 30, ella tenía 72 años. €Ella era una viejita asustada.


Publicado en: Murillo Barriga, Guillermina. (2023). Muñeca. Morelia: Secretaría de Cultura de Michoacán/Silla Vacía. pp. 55-66.


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