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María Alanís Corral

Los géneros que más utiliza son: cuento, novela, diario, epistolar y poesía.


María Alanís Corral nació en Morelia, Michoacán. Estudió Literatura Intercultural en la UNAM y actualmente es profesora y traductora. Obtuvo el segundo lugar en el concurso de expresión literaria “La juventud y la mar” de la Secretaría de Marina, fue finalista en el concurso “Puebla en 100 palabras” y recibió mención honorífica en los “Premios Michoacán de


Fotografía de Víctor Avilés


Literatura”. En 2021 participó en la estancia literaria “Material de los sueños” en las Islas Marías, y en 2022, en la “Segunda tutoría de novela” de la UNAM. Ha publicado en diversas plataformas digitales como en Revista Anapoyesis, Escafandra, Atrabancadas y Revista Literaria Monolito, así como en las antologías de la Secretaría de Cultura “Material de los sueños. Bitácora colectiva” y “Hechas de letras”. En 2023 publicó A mí no me da miedo el puente (Licántropo Editorial) y fue beneficiaria del PECDA Michoacán. Utiliza la escritura como una manera de nombrar, recordar, comprender y conectar.


TEXTO LITERARIO

El examen

María Alanís Corral


Día 1

En el orfanatorio, como llamaba yo a ese departamento en el que vivíamos cinco estudiantes y la casera, comenzó la vida, puntualmente, a las seis de la mañana. Yo me desperté con el sonido del agua que corría en la regadera y el tintineo de los cubiertos golpeando platos en la cocina. Me descubrí en una posición que se había vuelto la más habitual desde el inicio de mis estudios de medicina: sentada en la mesa del comedor, con la cabeza sumergida entre los libros como si fueran mi almohada.

Me había quedado dormida en algún momento de la madrugada, en mis intentos de retener los subtipos oncogénicos y no oncogénicos de la infección por virus de papiloma humano, forzando a mi mente a pensar en cáncer para no pensar en la visita de mis padres, inoportuna como todo lo que viene de ellos. 

El subtipo viral 11, no oncogénico, es muy frecuente. Habían venido a la Ciudad de México porque les dije que estaba embarazada. Resulta muy fácil identificarlo como una verruga. Vinieron los dos, bastante enojados, a arreglar este vergonzoso asunto. Puede identificarse en genitales externos a simple vista o mediante una exploración en genitales internos. Sospecho que fue más idea de mi madre que de mi padre; ella siempre es quien dice cuándo y a dónde. Los subtipos virales con mayor oncogenicidad son el 16, el 18, el 31 y el 45. Así ha sido desde que tengo memoria, desde los viajes fayuqueros a Estados Unidos que comenzaron a mis cuatro años. Estas lesiones no tienen una morfología determinada. A mi padre le aterraba tener que colarnos ilícitamente a mí y a mis hermanas porque cuatro de nosotras no teníamos pasaportes, pero mi madre, que disfrutaba tanto del peligro, siempre lograba convencerlo. Es solo mediante el estudio exudado y frotis que en una citología se pueden ver las alteraciones celulares características.

Acepto que todo fue mi culpa por contarles la verdad antes del examen. Hubiera preferido ahorrarme su insólita derrota con tal de salvarme de su visita, de su presión, de su furia. Tres días pudieron derrumbar lo que me tardé cuatro años en construir, aunque eso ya no debería sorprenderme después de haber presenciado el 85. En fin, mis padres se fueron y lo único que me quedaba era cuidar que mis vísceras no se me salieran entre el vómito y presentar lo más despierta posible el Examen del Consejo Mexicano de Anatomía Patológica, para el que el Hospital General de México me había entrenado durante casi un lustro.

Aunque cada especialidad tenía su propio Examen del Consejo, y aunque ninguno era fácil, los doctores reiteraban con insistencia absurda que el de patología era el de más alto grado de exigencia. Lo dijeron en nuestro primer día de la especialidad, como un filtro para ahuyentar a los débiles porque la Medicina no puede darse el lujo de la vacilación. Desde entonces no hubo un solo día en que no mencionaran lo importante que era ese examen para mantener el prestigio del hospital, que cada año se quedaba con los primeros lugares a nivel nacional. Nuestra generación, claro estaba, no podía ser la excepción.

En cuanto me desperté y vi la hora, me infiltré en la regadera que acababa de desocupar Aleida antes de que alguien más se dispusiera a usarla. La mecánica de siempre, a toda velocidad: baño, ropa blanca recién planchada, libros en la mochila, zapatos bien boleados, se acabó el tiempo. ¿Maquillaje o desayuno? Maquillaje, desde luego, porque “Una señorita nunca sale de su casa sin arreglarse, no importa a dónde vaya”, repetía mi madre desde que nacimos, precepto universal que ni yo ni mis cinco hermanas desacatamos o cuestionamos jamás. Llaves, escaleras, calle, caminata que se convierte en carrera, estómago quejumbroso que pareciera no haberse acostumbrado a ser estudiante de medicina, embrioncito que exigía comida aunque al mismo tiempo amenazaba con desecharla, gritos a mi espalda. Era Aleida pidiéndome que la esperara. Ese día ella entraba más tarde al hospital, pero quería acompañarme antes del examen para distraerme y que no me pusiera nerviosa.

No sé qué hubiera sido de mí sin Aleida. Para empezar, no hubiera podido hacer ese examen. En las fechas de inscripción yo estaba vomitando demasiado e inevitablemente pasaba mis guardias recibiendo suero en el pabellón del hospital para no chocarme. Aleida se encargó de todos los trámites y me inscribió al examen. Era la única en el hospital, además del responsable de mi estado, que sabía que el motivo de mis vómitos no era una infección ni estrés.

A Aleida, paisana mía, la conocía desde el inicio de la carrera, lo que se traduciría en unos 9 años de amistad. Habíamos venido al D.F. para hacer la especialidad en el Hospital General, ella gíneco y yo pato. Con ella aprendí que dos provincianas asustadas piensan mejor que una y sobrevivimos juntas al fin del mundo del 85, hacía cuatro años ya. Cuando ocurrió el terremoto, Aleida y yo vivíamos en otro orfanatorio, en un edificio de la colonia Roma del que apenas logramos escapar antes de que se derrumbara; vimos que todo colapsaba a nuestro alrededor y no concebimos otra solución más que el regreso a Morelia. Después de unas semanas de pánico, pasada la inmediatez de la desgracia, volvimos a la ciudad a intentar reconstruirla y reconstruirnos.

De camino al hospital, Aleida me preguntó si todo había salido bien con mis padres. Yo confesé, avergonzada, que prefería no hablar de eso hasta que hubiera pasado el examen, y entonces, para cambiar de tema, propuso ayudarme a repasar para la prueba de hoy. Me hizo preguntas sobre temas que nuestras dos especialidades tenían en común: cáncer cervicouterino por VPH y cáncer de mama. Cuando llegamos a la entrada del hospital, vimos a lo lejos a Laureano Paternina; Aleida chasqueó los dientes y no tardó en externar lo que estaba pensando:

—Le vas a ganar a ese pendejo.


Publicado en: Alanís Corral, María. (2023). A mí no me da miedo el puente. Morelia: Licántropo Editorial.


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