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Yazmín Carreón Abud

Los géneros que más utiliza son: novela, epistolar, reflexión periodística y otro.


Yazmín es originaria de Morelia, Michoacán, México. Tiene estudios de Doctorado en Ciencias y actualmente es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Es Profesora Investigadora Titular en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, donde ha ocupado varios cargos administrativos y de gestión. Escribió la novela Bajo todos los cielos, que describe los recuerdos del pasado de la historia de su abuela, con el telón de fondo de los acontecimientos históricos que sucedieron en México y Líbano. Actualmente, está por publicar la novela Caléndulas en el corazón, una historia familiar con tintes de realismo mágico.

También ha escrito varios artículos de


Fotografía de Yazmín Carreón Abud


divulgación científica, así como artículos de análisis de obras literarias, entre los cuales se pueden citar: Salambó, la fenicia, de la novela homónima de Gustave Flaubert; La poesía de Jaime Sabines, entre otros.


TEXTO LITERARIO

BAJO TODOS LOS CIELOS

Yazmín Carreón Abud


PRIMERA PARTE


La odisea migratoria

1


Sarah


Beirut, Líbano, 1959


Llegué a Lubnan, país de blancura, como le llamaron los fenicios, en busca de mis orígenes para seguir los pasos de una mujer excepcional que enfrentó con valor su destino. Cierto es que ya no vivíamos en el mismo país desde hace una eternidad y, sin embargo, desde pequeña me habían contado de ella: se llama Emely.

Fueron muchas historias que debieron sacarme de la indiferencia y me esforcé con recopilar todos los retazos de relatos que me llegaron con el correr de los años, pero dejé pasar mucho tiempo y no tenía en la memoria las líneas de puntos de aquella trayectoria suya. Me reprochaba por haber dejado que desaparecieran todos los mayores de la familia, uno tras otro, sin haberme molestado nunca en recoger sus palabras. Yo era la estación antes del olvido; después de mí, ya estaría rota la cadena y nadie sabría de ella; no habría qué leer, y menos entender de su vida.

No cabía duda, la familia estaba predestinada a marcharse a otro lado, y yo no era la excepción. Hubo un tiempo en el que pensé que para mí el porvenir era nunca marcharme de mi país. Pero al igual que los demás, tomé la maleta de nuestros antepasados y seguí el mismo destino de la familia: vivir bajo otros cielos.

Comencé una nueva vida en el instante que llegué al Líbano para desvelar los conmovedores tesoros y secretos de mi abuela. Esta sería otra historia familiar llena de reinvenciones y cambios de nombre y lugares; de retos; con nacionalidades que dependen de fechas y de barcos, pero, sobre todo, de belleza y amor.

Emely nació y creció en Zahlé, en el Valle de la Bekaa, percibiendo los olores de los azahares de naranjos y olivos, en una finca cercana a la Montaña Blanca, entre cumbres nevadas, y en cuyo regazo sobreviven los sagrados cedros de Líbano. Era la segunda hija de una familia libanesa. Su padre, Yusouff, era boticario y conocía todo los aromas, sabores y propiedades medicinales de las plantas. Yusouff era paciente y metódico, y aún con sus manos dañadas por el trabajo del campo convertía las plantas en aromas y medicinas. La niña pasó su infancia en el “laboratorio” de su padre, entreteniéndose debajo de las mesas hasta que alcanzó la altura suficiente para jugar sobre ellas. Además de la botica, su padre se desempeñaba como profesor de botánica en una escuela rural de un pequeño poblado cercano a Zahlé. Él adoraba su laboratorio, y Emely y su hermano compartían la pasión por aquel lugar. No era más que una sala pintada con una gruesa capa de color membrillo, con olor a clavo y almizcle. No había ahí ningún juguete para niños, pero la niña era alguien especial: cuando su padre traía consigo un enorme manojo de llaves, le abría todas las puertas, de las cuales sacaba miles de frascos y utensilios, con los cuales ella podía jugar cada vez que lo acompañaba a su trabajo. En sus recuerdos, su padre y ella recorrían el lugar como un rey y su princesa, ambos demasiado absortos en la contemplación del laboratorio que consideraban su castillo. De ahí nació en Emely su amor por las plantas, y las conocería todas.

Fátima, su madre, se encargaba de preparar los platillos para su familia; daba a la comida una importancia sentimental. La comida para ella, como para todos los libaneses, era música y poesía de sabores; la consideraban misterio y magia que se ofertaban como legados en las festividades y ocasiones especiales. Le encantaba preparar y desflemar las berenjenas y preparar el café de grano molido, cuyo aroma impregnaba el lugar —tal vez así podía olvidarse de sus tiempos de servicio en la casa del Señorío, y lo que había aprendido lo podía utilizar para el bienestar de su familia, lo más preciado para ella—. Los aromas a té de jazmín y de yerbabuena se apreciaban como notas en el ambiente.

Emely había aprendido los secretos de su madre y también le gustaba cocinar. Era dócil con Fátima, aunque sabía que cuándo ella posaba con firmeza sus ojos de avellana al verla cometer algún error o desacierto, ponía un semblante adusto y sacaba el temple que la caracterizaba. A la muchacha no le gustaba ser subordinada, y mientras no se encontraba absorta entre los frascos de vidrio de su padre, cocinaba con esmero para no confundirse. Su madre le decía: “ponle acá, agrégale más de eso, muévelo mientras lo vas probando, nunca pierdas el olor”, en fin, todos los secretos que se desvelan en una cocina y donde se preparan manjares. Emely le ayudaba a picar ajo, cebolla, yerbabuena y perejil para aderezar el tabule; ponía los garbanzos a remojar para preparar el humus, molía la carne de cordero que combinaba con los piñones que le permitía preparar las bolas de keppe.

—Algún día te casarás y tienes que aprender a cocinar bien para tener contento a tu marido —le decía Fátima, fiel a las costumbres y creencias de que, para tener contento al marido y a la familia, debes saber cocinar bien.

Además de las plantas y la cocina, a Emely le deleitaba escuchar los relatos de su hermano Samuel —un niño ocho años mayor que ella, con ojos de color alquitrán, vivaracho e inquieto—, que había heredado de la cultura árabe los recursos narrativos de Las Mil y Una Noches, y le contaba cuentos que se enlazaban uno con otro sin llegar nunca al final.

Durante más de cuatrocientos años, los territorios de Siria-Líbano fueron ocupados por el Imperio Turco Otomano, y el Sultán de Constantinopla concedió al nuevo emir libanés un estado semiautónomo, permitiendo ser gobernado por dos familias feudales. Sin embargo, a finales del siglo XIX el Imperio Otomano comenzaba a decaer y había episodios de violencia y rencillas exacerbadas —entre drusos, maronitas cristianos, musulmanes, señores feudales y campesinos—. Francia apoyó a los cristianos y Gran Bretaña a los drusos, lo que culminó en un paroxismo de violencia y revueltas campesinas. Estos hechos provocaron una disminución de ingresos de la familia Assad y su persecución por profesar la religión Maronita. El padre de Emely se vio obligado a dejar la escuela rural, y a cada momento se gestaban agresiones hacia su botica, su casa y su familia. Cuando estos acontecimientos se le vinieron encima, su prioridad era mantener la seguridad de su familia que tanto amaba, sus propiedades, sus ingresos, y sobre todo su religión. Él se sentía viejo para comenzar una nueva vida en otro lugar y llevarse consigo a su familia; además, leal a sus creencias y reacio al cambio, no quería dejar lo que había construido con su trabajo, por lo que pensó en sus hijos y en su futuro. Era ineludible que Samuel, que ya tenía edad suficiente, saliera del Líbano; más adelante lo haría Emely, con un buen matrimonio convenido, y ambos formarían parte de la emigración masiva de libaneses, fundamentalmente cristianos, que se repartieron por el mundo, constituyendo la base inicial de la diáspora más grande de ese tiempo.

La familia Assad quedó escindida; Fátima sufrió por las heridas del abandono —de las que nunca se recuperaría—. Más tarde, encontré una de las cartas que dirigió a mi abuela, en la que le decía: «Ojalá que la Gracia Divina nos inspire aquello que pueda poner fin a nuestra dispersión y extinga en nuestros corazones los padecimientos de la distancia…».

Así fue como Samuel, el hermano de mi abuela, salió del país rumbo a América. Dejó atrás la casa paterna, con las violetas sembradas en el patio; el extenso jardín donde las rosas crecían por todos lados; el pueblo que lo había visto nacer, en donde las enredaderas cubrían las tapias de las casas; y la iglesia, que se levantaba imponente para custodiar el cementerio.

Volví a ver a mi abuela cuando llegué a Líbano a estudiar Artes y Letras, los primeros meses de 1957. Su historia me tenía intrigada desde hacía tiempo, y pensaba que iba a abrir un cofre que revelara secretos por largo tiempo olvidados.

Cuando toqué el timbre, el ama de llaves abrió la puerta y me dejó pasar. El aire estaba cargado de fragancia de flores. Estaba muy nerviosa, sería “como si fuera la primera vez que la veía”, pues no la había visto desde que yo era niña, y no recordaba nada de ella. Mi respiración comenzó a acelerarse. Miré a mi alrededor y me sentía como entrar a un lugar nuevo, al que, sin duda, yo no pertenecía. Observé, colgado sobre la repisa de la chimenea, un gran cuadro de un retrato, enmarcado con biseles dorados que seguramente sería de ella. Lucía espléndida con su vestido color magenta claro, con bieses salpicados de brillos como estrellas y su dije de esmeraldas en medio del escote. A la izquierda se encontraba un gran piano de cola. El salón  estaba  lleno  de  delicados  detalles  que adornaban cada uno de los rincones. Miré las fotografías familiares que tenía sobre su mesa art decó, todas ellas con marcos adornados con aleaciones de piedras centelleantes y entretejidos de plata. Eran fotografías llenas de recuerdos.

—Sarah —escuché.

Ahí parada frente a mí, estaba Emely, con un vestido violeta y el cuello cubierto de perlas.

Nos quedamos paradas una frente a otra. Ella me examinaba con la mirada.

—¡Qué hermosa eres! Idéntica a tu madre.

Me quede allí inmovilizada, embelesada. Su voz melodiosa, sus ojos, llenos de vida.

—Latifa, recoge su sombrero y su abrigo, por favor —una doncella mayor, de fisonomía marroquí, con vestido negro y delantal blanco, recibió mi abrigo y mi boina de lana.

—Abuela, nunca había visto tantas cosas bellas— susurré.

—¡Oh, gracias! —contestó complacida—. Qué bueno que te gusten.

Se sentó en un sillón de tela bordada de gobelino, semejando una reina, e hizo un movimiento para indicarme que me sentara.

—¿La del cuadro eres tú? —le pregunté con

timidez.

—Sí, soy yo. Y hay una historia que lo acompaña. Todo lo valioso contiene una historia, Sarah.

La miré a los ojos, y noté de nuevo su color. Era el mismo de los míos. Ambos reflejaban miel.

—Hagamos un acuerdo —sentenció—. Ven a visitarme una vez por semana, y te contaré cómo yo, una niña libanesa de Zahlé que vivió en México durante muchos años, ha logrado ahora estar de nuevo aquí en Líbano, en esta casa, junto a ti.


Publicado en: Carreón Abud, Yazmín. (2021). Bajo todos los cielos. ISBN: 9798503589436.


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